La reciente votación en el Senado de la Nación marcó un punto de inflexión en el rumbo político que intenta imponer el presidente Javier Milei. Con firmeza institucional y sentido federal, los gobernadores y los senadores de las provincias pusieron un límite claro a un modelo de gobierno que hasta ahora ha pretendido avanzar sin diálogo, sin consenso y por fuera de los principios democráticos más básicos.
Lo que ocurrió en el Congreso no fue una derrota partidaria. Fue una reacción del sistema republicano frente a una amenaza real: la concentración del poder, el desprecio por las instituciones, y el intento de gobernar por decreto, a espaldas de la gente y del federalismo argentino. Durante meses, Milei despreció a los gobernadores, los maltrató públicamente, los desfinanció deliberadamente, y buscó enfrentarlos con sus propios pueblos. Pero la política, cuando actúa con responsabilidad, tiene herramientas para defenderse. Y esta vez, lo hizo.
El rechazo o modificación de puntos clave del proyecto oficialista —que pretendía, entre otras cosas, facultades delegadas casi absolutas, privatizaciones sin control y reformas laborales regresivas— es un acto de madurez democrática. Es un correctivo institucional, no un capricho político. Es la expresión de un país que no está dispuesto a dejarse gobernar por cadenas de redes sociales ni discursos agresivos, sino por leyes, consensos y respeto a la soberanía popular.
Los gobernadores, con sus bancadas en el Senado, enviaron un mensaje claro: la Argentina no es una empresa, no es un experimento libertario, y no se puede destruir su andamiaje institucional sin consecuencias.
A Milei le gusta hablar de «casta». Lo que esta semana se vio en el Senado no fue la casta defendiéndose; fue la democracia reaccionando.
